Al fin llegó el día de los niños. Herodes no se salió con la suya después de todo. Hoy, día 6 de enero, primer domingo del mes, se celebra la Epifanía de los Reyes Magos, y que pone el colofón a estas fiestas navideñas, una fiesta religiosa de profundo simbolismo que año tras año se resiste a ceder frente a la imposición de otros mitos paganos.

Los Reyes Magos son los papás.

Aún nos queda una última comunión espiritual, engullir el roscón lleno de nata acompañado de un buen chocolate calentito y la última ilusión de ver quién se corona rey o el tan disimulado y risueño…, “¡uy, me ha tocado la haba!”.

Conmueve ver a los niños ilusionados. A ellos, al menos, aún les queda algo en lo que creer. Si han sido buenos durante el año, confiados en merecerlo habrán dejado sus zapatos junto al árbol de navidad con algunos dulces para sus majestades y un tazón de leche para que abreven sus camellos y, si no, también, porque quizás su acto de contrición y propósito de enmienda para el próximo año sea suficiente penitencia como para que no se merezcan que les dejen carbón.

Los más avezados habrán intentado sorprender a los Magos in fraganti. Aún les queda esa ilusión mágica. Después, la decepción…, “los Reyes Magos son mis papás”. Y, sin embargo, seamos sinceros, a quien más le hace ilusión es, precisamente, a los papás.

Se abrieron paso en los grandes almacenes para conseguir ese juguete, lo empaquetaron, lo prepararon con toda la parafernalia, se disfrazaron, y todo para poder contemplar la ilusión con la que el niño desenvuelve su regalo reventando el paquete, su sonrisa de oreja a oreja y la expresión de su cara al tener entre sus manos su juguete preferido.

                                                                 

Seguiremos creyendo en la epifanía los Reyes Magos .

Quizá sea este el momento más esperanzador con el que se afronta el nuevo año, una última oportunidad, aunque, una vez que se ha consumado la epifanía, el niño deje por ahí tirado el juguete y no le haga ni caso, para berrinche de los papás.

Antes ya habíamos cumplido con un último ritual, ritual que año tras año repetimos, llevar a nuestros niños a la parada de Sus Majestades acompañadas de sus pajes y una hilera de coloridas carrozas desde la que se lanzan caramelos y golosinas al aire como si se tratara de un estallido de fuegos artificiales. O quizá debiéramos decir que nos llevan ellos, porque, en el fondo, es nuestro niño interno quien nos lleva y, aunque ya no lo seamos, no queremos que muera nunca.

Mientras siga vivo en nuestro interior ese niño que una vez fuimos, mantendremos la ilusión, algo sincero en lo que creer, a pesar de que ya hayan pasado tantos años desde aquella noche en la que descubrimos la realidad que escondía esta epifanía y pensamos desilusionados… “¡bah, si son los papás!

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