La Revolución Industrial supuso un progreso tecnológico sin precedentes. Las máquinas impulsada por el carbón producía sin cesar, mientras pintaba un cielo grisáceo con el color de los óxidos de carbono, azufre el hollín, el humo y el polvo en suspensión.

Fábricas trabajando, bajas temperaturas, chimeneas y estufas eran el caldo de cultivo ideal para concinar un buen puré de guisantes, rico en polutos, al mejor estilo victoriano, nombre por el que se conoce la tradicional mezcla de humo (smoke) y niebla (fog), Smog, sobre Londres. Una imagen que nos evoca un aire fantasmal y misterioso en el que puede ocurrir cualquier cosa, y que sirve de botón de muestra del lado oscuro del progreso humano.

En 1952 una espesa niebla de color pardo amarillenta y de fuerte olor químico hizo el aire de Londres prácticamente opaco e irrespirable, algo jamás visto antes por los ya habituados londinenses a las nieblas. Más de 10.000 personas fallecieron y se tardó más de 64 años en resolver sus causas: El Gran Niebla de 1952.

                                                 

Poco antes, en 1943, apareció por primera vez sobre Los Angeles una espesa nube de color pardo rojizo cargada de ozono y nitratos de origen fotoquímico debido a la incidencia de la radiación solar sobre los óxidos de nitrógeno y compuestos orgánicos volátiles procedentes de la combustión de los derivados del petroleo y gases industriales, lo que se conoce como smog fotoquímico, con su característico picor de ojos, una nube tóxica que puede provacar alergias y enfermades como rinitis, asma, neumonía o bronquitis.

Los motores diesel emiten partículas de 2,5 micras ( una micra es una milésima parte de un milímetro), denominadas partículas finas, muy peligrosas para la salud pues son altamente penetrantes en las vías respiratorias. La OMS ha adoptado este valor, PM 2,5 (Material Particulado), como parámetro de medida del nivel de contaminación del aire. Por encima de este valor, no son tan peligrosas pues no son penetrantes y pueden ser expulsada con relativa facilidad a través de las mucosidades o de la tos.

Nueve de cada diez personas en el mundo respiran este aire nocivo. La OMS calcula que unos 4,2 millones de personas en todo el mundo están en riesgo de fallecer por enfermedades relacionadas con la contaminación del aíre, de ellas, el 91% se producen en países de ingresos bajos y medios. Las mayores tasas de morbilidad se registran en las regiones del Asia suroriental y el Pacífico occidental. Además, unos 3000 millones de personas están en riesgo de contraer enfermedades debido a los humos interiores de los hogares en los que se cocina y se calienta la casa con combustibles de biomasa y carbón.

Los combustibles fósiles, la sobrepoblación, los incendios forestales, la emisión de gases industriales, la incineración de basuras e, incluso, las tormentas de arena, son responsables de la alta tasa de polución urbana.

En la foto, medición de amoníaco, metanol, ácido fórmico y ozono obtenida por el satélite Aura de la NASA, que estudia la atmósfera terrestres.

                                                       

Hoy día no es raro ver a los ciudadanos pasear por la calles de la gran ciudad ataviados con mascarillas y a las autoridades afananados en implantar medidas, más o menos efectivas, para combatir la contaminación urbana; pero, ¿cuál es la causa?

Un techo bajo el que vivir

El tiempo anticiclónico, con cielos despejados y soleados, un viento débil y la insolación, favorece que el aire de las capas superiores de la troposfera estén más frías que las inferiores, lo que se conoce como inversíon térmica, un techo invisible a unos 100 metros de altura que dificulta la dispersión de los contaminantes hacia la atmósfera, acumulándose y envolviendo las urbes con una llamativa niebla tóxica pardo rojiza popularmente conocida como «Boina«.   

Perdidos en una isla

Las bajas temperaturas nocturnas en la periferia de la ciudad hacen que el aíre frío fluya hacia el interior, más cálido debido a la acumulación de calor procedente de las emisiones del tráfico rodado y de la radiación reflejada o refractada por el hormigón, el cemento, el acero, los metales, los cristales y los ladrillos con los que construimos nuestras ciudades, lo que se llama “isla de calor”. Durante la noche, el aire frío de la periferia fluye hacia la urbe cargado de contaminantes procedentes de las fábricas y de la incineración de basuras que quedan atrapados dentro de la burbuja, y es causa también del mal olor característico de la incineración de basuras.

Y, sin embargo, con todo lo dicho, podríamos estar peor. La estricta normativa ha mejorado sustancialmente la calidad del aire que respiramos, aunque los límites de emisión permitidos dejen un margen al beneficio económico de los gobiernos y las  corporaciones, de lo que el smog fotoquímico es un buen ejemplo, un producto de nuestro progreso tecnológico aunque sea a costa de nuestra salud.

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