Lo viejo y lo nuevo se fusionan la última noche del año. En un breve instante, los sinsabores del año que termina dan paso a los deseos de prosperidad en el próximo, y la invocamos con un brindis haciendo chocar nuestras copas, tras la ingesta apresurada de doce uvas en las que hemos puesto toda nuestra fe, en la esperanza de que todo sean parabienes.
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Exceso y conjuro por una buena cosecha.
Supersticiones y sortilegios reaparecen cada 31 de diciembre: ingerir la última uva coincidiendo con la última campanada, un anillo de oro en nuestra copa, estrenar ropa interior de color para atraer la suerte, fuegos de artificio.
Es una noche en la que los excesos están permitidos; pero, no siempre fue así.
La fiesta tiene reminiscencias agrícolas. En Mesopotamia, nuestros antepasados celebraban a los dioses al inicio de las cosechas para que éstas fuesen abundantes, y no sólo eso, la fiesta también hacía referencia a la fecundidad, por lo que también se celebraban a estos dioses para que las tierras fuesen fértiles.
Nuestros antepasados debieron pensar que a más exceso más fertilidad y abundancia. No es de extrañar, pues, el desenfreno loco de estos últimos días del año, que a veces bien parece que va a ser el último y que a la vuelta de la esquina nos está aguardando el barquero para conducirnos al purgatorio a expiar nuestros pecados, a la espera del juicio final. Y, sin embargo, aunque no lo parezca así, la verdad es que somos muy comedidos.
En la antigüedad eran éstos días de desenfreno: bacanales, banquetes, bebida, regalos… Con el advenimiento del Cristianismo, a los Padres de la Iglesia les debió preocupar tanto este desenfreno durante las saturnales romanas, dedicadas a Saturno, divinidad de a agricultura, que se conciliaron en Tours y decidieron instaurar tres días de ayuno al inicio del año.
Nunca vamos a saber si se tomó esta medida en salvaguarda de la salud física o de la espiritual. En cualquier caso, si bien, con este ayuno se consiguió rebajar aquel desenfreno, aún perduró una costumbre que ha llegado hasta nuestros días y que tal vez sea de las más celebradas.
Un conjuro por la providencia de los dioses
Parece ser que la palabra “brindis” está asociada la expresión germana “bring dirs” que significa “te lo ofrezco”.
El brindis se remonta a esa antigua costumbre romana de envenenar a sus enemigos, allá por el siglo IV antes de cristo; por el contrario, con los amigos chocaban las copas para derramar el liquido de una copa a otra, y así, al mezclarse el líquido, quedada demostrado que no estaba envenenado y que todos bebían el mismo.
El Cristianismo conservó esta costumbre en la creencia de que chocar las copas daba buena suerte pues el ruido alejaba al Diablo.
Quizás cada final de año, lo que duran doce uvas, con un brindis nos situamos por un instante en esa frontera entre lo físico y lo sobrenatural. Invocamos a los dioses para que nos provean de bienes materiales, lo que, influenciados por el sentido político de nuestra sociedad, llamamos prosperidad, lejos del sentido emocional que realmente tiene.
Sea de una manera o de otra, y por muy materialista que sea este mundo que nos hemos inventado entre todos, cada final de año renovamos nuestra fe en las fuerzas sobrenaturales y con un mismo sortilegio, chocamos nuestras copas conjurando la buena suerte, brindando en honor de los dioses a cambio de nuestro deseo y brindando en honor de los fallecidos por la salud de los vivos, y con este sencillo conjuro… ¡Salud!