Un beso de amor sabe dulce. Ganamos la confianza de un niño con una golosina. No nos resistimos a hincar el diente a un pastel delante de nuestros ojos. Recompensamos a nuestra mascota con una galleta. Ni por los picotazos de una abeja renunciamos a un panal de rica miel ¿Se le hace la boca agua si le hablan de dulces?
Un reflejo condicionado a un sabor
Ya nos ilustró el fisiólogo ruso Ivan Paulov con su experimento sobre estímulo-respuesta. A un perro se le caía la baba con tan sólo escuchar una campanilla que asociaba a un sabroso alimento que no estaba presente. Si ahora pensamos en la palabra “dulce” seguro que nos evocará sensaciones placenteras, lo que Paulov llamaría un reflejo condicionado. No es necesario que lo tengamos delante de nuestras narices, ni siquiera olerlo. Los expertos nos dirán que el responsable es un neurotransmisor, la dopamina, que se encuentra en el cerebro y es la que emite ese mensaje:“¡ummm, qué rico!” ¿Recuerdan ésta de The Archies?
«Sugar, ah honey honey, you are my candy girl. When I kissed you, girl, I knew how sweet a kiss could be. Like the summer sunshine pour your sweetness over me, I’m gonna make your life so sweet, yeah, yeah, yeah».
Nuestros ancestros podían obtener esa recompensa del placer de los frutos silvestres, una de las pocas fuentes de azúcar; pero, con el progreso de la industria, el proceso de refinado de esta sustancia, obtenida de la remolacha o de la caña de azúcar, ha fabricado esos productos 100% azucarados. Ocurre que tal cantidad es algo extraño para nuestro cerebro de homo sapiens, más hecho a las pequeñas cantidades que absorbía nuestro organismo de aquellos sabrosos frutos silvestres.
Según la OMS, 20 gramos es la cantidad diaria recomendada. Para la industria alimentaria la cantidad máxima recomendada en sus productos es de 90 gramos diarios. ¿Sabemos, en realidad, qué cantidad de azúcar tomamos diariamente? Lo más probable es que ni siquiera perdamos nuestro tiempo echando una mirada a la etiqueta, peor aún, ni la entendemos ni sabemos si es mucho o poco, simplemente lo consumimos.
Y aún hay más, los expertos nos dicen que el 75% del azúcar que consumimos es azúcar invisible, es decir, que está presente en otros productos, incluso, en los salados. Hoy día, para tentarnos, ya es costumbre leer en los envases: “Sin azúcares añadidos”.
Un sabor mórbido adictivo
Parece que, en una sociedad en la que damos tanta importancia a la imagen, lo que más nos preocupa del azúcar es que se ensanche nuestro cuerpo más allá de los cánones sociales admitidos; pero, si nos dicen que es tanto o más adictivo que la cocaína, ¿qué?
Los neurotransmisores son los responsables, entre otros, de nuestras emociones, deseos, miedos, de nuestro instinto de supervivencia, residen en nuestro cerebro y se activan a través de los sentidos con estímulos como el tacto suave, un sabor dulce, una melodía, una vista paradisíaca, la fragancia de un perfume.
El recuerdo de esas sensaciones agradables y placenteras, que nos evocan sustancias químicas como la dopamina, están archivadas en nuestro cerebro. Cuando estamos alicaídos, en estados depresivos, estresantes, tenemos miedo, etc., encontramos el antídoto estimulando esos recuerdos agradables o, peor, mediante otras sustancias químicas externas. Cuanto peor nos sentimos, mayor es el estímulo que deseamos evocar, y en todo hay una frontera, un límite de no retorno, la adicción.
En sí mismo, nos dicen los expertos, la adicción no la produce de por sí la sustancia química que deseamos con avidez, sino el placer que nos proporciona. Será después la composición química de la sustancia, en la cual buscamos estímulo, la que nos provoque otros efectos secundarios más o menos nocivos para nuestra salud.
Son las dos caras del azúcar, ese saludable sabor dulce natural que nos proporcionan los frutos silvestres y ese otro refinado sabor dulce industrial, tan extraño a la naturaleza humana y que, en exceso, se puede convertir en una droga aún más adictiva y peligrosa que otras sustancias como la cocaína o la heroína y aumentar los factores de riesgo de morbilidad.